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HACIA UNA TRANSICIÓN AGROECOLÓGICA

En Sharish, 25 Dhu al-Qi’dah, 1444


En estos momentos, el sector agrario vinculado al medio rural (porque hay un negocio
agrario ajeno al territorio), vive momentos de desconcierto ante un futuro
desesperanzador.

Día a día observamos una realidad marcada por el envejecimiento de la población activa,
la falta de relevo generacional y la constatación de que, tras el lenguaje almibarado de
medioambientalismo y cohesión territorial de la PAC, lo que se esconde en realidad es
una feroz reducción del número de explotaciones agrarias para, abandonado hace tiempo
ya el principio de «preferencia comunitaria», hacer un sector agroalimentario europeo más
«competitivo».

En medio de esta tormenta, las explotaciones agrarias de base familiar se ven apisonadas
entre un discurso ambientalista deshumanizado, las políticas ‘cambioclimatistas’
centradas en el CO2 y los intereses de un complejo agroalimentario finanziarizado por
fondos de inversión, cuya enorme influencia supura finalmente en los textos de las
normativas comunitarias.

El discurso público, que llega a una población urbana absolutamente desconocedora de la
profunda realidad de lo rural, se ve emponzoñado de retóricas antiganaderas y supuestas
utopías tecnocientifistas que nos ofrecen un futuro alimentario asegurado por granjas de
insectos, carnes sintéticas, invernaderos verticales y unas explotaciones agrarias
gestionadas con drones y satélites: en definitiva, una alimentación sin necesidad de
agricultores; y menos agricultores para renaturalizar la naturaleza. Sobre esta idea
(menos explotaciones agrarias, renaturalización de espacios poco productivos y
agricultura sin agricultores) las instituciones construyen el principio subyacente de
‘sostenibilidad’, con la amenaza apocalíptica del cambio climático como justificación
universal para todo.

Desde una perspectiva histórica, el proceso de desagrarización del medio rural que
venimos observando desde finales del siglo pasado (y que se aceleró con la Agenda
2000) se entiende con claridad. Tras las guerras de la primera mitad del siglo, se
generaliza la implantación de la agricultura industrial y la destrucción de las estructuras
agrarias de base campesina (hacía falta mano de obra en las ciudades para la
reconstrucción y la industrialización). En los 60-70 este proceso se vio acelerado por las
políticas de regadío, la mecanización y la Revolución Verde. La productividad agraria se
dispara pero a partir de los 90 este modelo de crecimiento se ralentiza; los incrementos de
productividad y de renta agraria ya no se deben tanto al aumento de los rendimientos
agrarios sino a la reducción del número de explotaciones y a la caída de las horas
trabajadas. La población activa agraria se reduce desde un 5-6% hasta el 1,5 y menos en
la actualidad.

La sustitución de la agricultura campesina por la industrial, además de una inversión del
balance energético, supuso un enorme impacto ambiental en términos de contaminación
química de aire, suelo y aguas, reducción de la biodiversidad en el medio rural y
fragmentación de ecosistemas. Gran parte de los suelos dan muestras de agotamiento, lo
que se pretende paliar con crecientes aportes de insumos procedentes de la potente
industrial agroquímica cuyos costes se disparan con las crisis del petróleo.

Las clases medias urbanas, que a finales de siglo todavía recordaban los sabores de los
alimentos de antaño, empiezan a demandar un sistema alimentario más ‘verde’ y sano. La
punta de lanza es la agricultura ecológica que rápidamente se incorpora a la PAC a la vez
que los operadores de la cadena alimentaria (en contra del espíritu inicial) posicionan
estos productos en segmentos de mercado de rentas medias-altas.

Tras la crisis del 2008, el sector agrario deja de facto de ser instrumento de las políticas
de cohesión territorial de la UE. Las tensiones geopolíticas se aceleran y la UE utiliza el
sector agrario como moneda de cambio en las relaciones con terceros países. El mercado
europeo se inunda de alimentos producidos allende las fronteras europeas provocando
una dramática caída de los precios en origen (no así de los productos a los
consumidores).

Tras el Acuerdo de París sobre el cambio climático de 2015, el sector agrario se convierte
en foco de atención en las políticas de descarbonización de la UE. La nueva PAC en
ciernes fija un horizonte ‘verde’ que, en la práctica, supondrá un mayor control burocrático
sobre las explotaciones y un reparto de las ayudas europeas ‘a cara perro’, cuya menor
cuantía global (Reino Unido abandonaba la UE y España dejaba de ser perceptor neto de
ayudas) pone en cuestión la viabilidad del modelo familiar.

Con una reducción de las ayudas netas a las rentas agrarias, el incremento de los costes
de producción, la caída de precios y un cambio de escala en el sistema agroalimentario, la
sentencia ya estaba echada. La ausencia de una política agraria propia (a pesar de los
inflamados discursos a favor de la ‘soberanía alimentaria’ que despertó la crisis inducida
por la gestión del covid) no hizo más que apuntalar la tendencia global hacia una
polarización de la funcionalidad del espacio rural: por un lado, aquellos espacios
orientados al suministro de materia prima para el sistema corporativo global
(principalmente las grandes zonas de regadío) y por otro lado, espacios de baja
productividad con vocación hacia la renaturalización (o des-humanización) del territorio.
En medio, espacios grises del ‘sálvese quien pueda’, de presiones inmobiliarias en el
entorno de las costas y las áreas metropolitanas o la conformación de nuevos grandes
patrimonios agrarios para fines varios.

Estamos en el terreno perfecto para implantar el modelo de ‘capitalismo de partes
interesadas’ que prescriben los voceros de profecías autocumplidas del Foro Económico
Mundial: la alimentación, la salud humana y medioambiental, la sostenibilidad de nuestras
sociedades en medio de un cambio climático de consecuencias apocalípticas, ya no serán
afrontados por el Estado, sino por grandes corporaciones capitalistas globales. Es el
Orden Mundial en la fase final de capitalismo imperialista.

En este océano de desconcierto y desesperanza en que vive el campo, algunas fuerzas
políticas pretenden pescar aliados. Para ello (y como antaño), al mundo rural se le reviste
de un potente simbolismo moral: es la reserva espiritual de occidente, el último bastión
ante la degradación moral de la nación. Para la construcción de esta imagen cuentan con
el perfecto alterego: la inestimable colaboración de la retórica ‘urbanita’ «woke» y
postmoderna, esa suerte de ideología suicida que justifica la deconstrucción de los pilares
de la sociedad para, desde sus escombros, levantar el sueño húmedo de ese capitalismo
de ‘partes interesadas’. No estaría mal que los/as voceros/as de estas ideas
abundantemente financiadas por el gran capital se estudiaran aquel libro que Vladímir
Ilich Uliánov escribió ya en 1920, «La enfermedad infantil del izquierdismo en el
comunismo», donde se alerta y se expone con detalle como el llamado ultraizquierdismo
(lo que hoy sería el populismo postmoderno multicoloreado) es el precio que paga el
movimiento obrero por el oportunismo de sus dirigentes. [Nota para la generación ‘woke’:
Vladímir Ilich Uliánov, es el nombre completo de Lenin; y si no saben quien fue Lenin,
para eso tienen la wikipedia o el ChatGpt].

Pero nada de esto ayuda a comprender la realidad. De hecho, detrás de toda polarización
discursiva deberíamos sospechar un intento de manipulación social. Ni la gente del
campo son nobles campesinos amantes de una naturaleza idealizada en la factoría
Disney, ni son una orda carpetovetónica de machirulos deseosos de disparar a todo lo
que corra o vuele por el monte (entiéndase la caricatura).

La realidad es siempre más compleja y profunda que todo este escenario retórico al que
nos quieren llevar. Desvelada la ingeniería social, no perdamos ni un minuto más en este
tema.
Entonces, ¿Hay respuesta a esta situación?. Sin duda que la hay, y aquí nos centraremos
en una de ellas: la «transición agroecológica».

Quienes venimos trabajando en este tema desde hace varias décadas (al parecer con
poco éxito), ya alertábamos que bajo la lógica de la agricultura industrial subyacía una
visión conflictiva en las relaciones entre las sociedades humanas y la naturaleza, que se
resolvía mediante la simplificación de los ecosistemas y la sustitución de sus elementos
constitutivos por la tecnología. En esta visión, la imagen del invernadero digitalizado,
robotizado, hidropónico y biotecnológico ha jugado un potente papel simbólico como
modelo ideal al que tender. Si proyectamos esta visión hasta el límite, el resultado sería
una agricultura sin agricultores (que es a lo que vamos).

Para la Agroecología la relación entre sociedad y naturaleza es también conflictiva, pero
esta dialéctica se resolvería a través de procesos coevolutivos comunidad-ecosistema
cuyos resultados se manifiestan finalmente en la cultura y paisaje de cada territorio
concreto. La integración de los procesos productivos (agricultura, ganadería, pesca, caza,
silvicultura) ejercidos por una comunidad rural sobre su entorno natural y su cultura darán
como resultado un determinado «agroecosistema». Desde esta perspectiva, la idea de
‘sostenibilidad’ es inherente al concepto de agroecosistema y la resiliencia ante cambios
externos sería un mero sinónimo del concepto de coevolución. Quien quiera que
profundice en estas ideas y las metodologías de implementación que conllevan,
encontrará que el enfoque agroecológico es tremendamente fértil en el diseño de
estrategias de desarrollo del medio rural sobre la base de sus potenciales endógenos.

Ahora bien, ¿Cómo sería posible acometer una política de transición agroecológica?. Sin
entrar en mayores detalles, podemos apuntar cuatro ejes de actuación:

1. Constituir un ente político- administrativo específico para la implementación de las
políticas agroecológicas. Puede resultar extravagante el plantear la existencia de
dos ministerios o consejerías de agricultura, una para la agricultura (llamémosla)
territorializada (agroecológica) y otra orientada a surtir de materias primas al
sistema agroalimentario global. Pero casos de éxito como la Agencia de Servicios
Agrarios del USDA (EEUU) o el Ministerio de Desarrollo Agrario y Agricultura
Familiar de Brasil (en cuyo seno existe una secretaría de Agroecología) pueden
servir de inspiración.

2. Reconectar agricultura, ganadería, silvicultura e industria rural a escala de
agroecosistema, lo que nos lleva a la necesidad de disponer de instrumentos de
ordenación del territorio adaptados a las especificidades del medio rural, aspecto
éste que no se recoge en la actual ley del suelo de Andalucía de manera explícita.
Esto supone, además, la necesidad de disponer de programas (recursos humanos
y presupuesto) de gestión de los recursos del territorio, incluyendo la
reindustrialización del medio rural e inversión en infraestructuras agrarias (vías
pecuarias, terrenos comunales, abrevaderos, caminos rurales, instalaciones de uso
comunitario-cooperativo, cinegética, etc).

3. Red de distribución alimentaria . Los Ayuntamientos disponen de una red de
mercados municipales que constituyen una relevante fuerza de venta para la
producción de base territorial orientada a canales cortos. Por su parte, el Estado
dispone de una empresa pública (Mercasa) orientada a prestar servicio a los
mayoristas que surten a los mercados municipales. El objetivo de esta política sería
reconvertir estos recursos para constituir una red de distribución y venta
especializada en productos agroecológicos. Si a esta fuerza de venta se le une el
potencial del consumo público de alimentos (colegios, hospitales, residencias), el
volumen de mercado tendría suficiente tamaño para justificar la acción política en
el desarrollo agroecológico.

4. Bolsa de empleo rural. La gestión agroecológica es multifuncional, y para mantener
el paisaje, la cultura y los recursos ecológicos es necesario una importante fuerza
de trabajo que debe ser atendida. Hace décadas, este trabajo se llevaba a cabo de
diversas maneras, pero dadas las condiciones de las comunidades rurales
actuales, se precisa la creación de un empresa pública que organice los trabajos
de prevención de incendios, mantenimiento de las infraestructuras agrarias,
guardería rural, gestión de subproductos, etc.

Integrando estas cuatro políticas (consejería específica, ordenación del territorio, red de
distribución y empresa pública de gestión de recursos), se estaría en condiciones de
abordar una estrategia de transición agroecológica, sin que ello vaya en menoscabo de lo
establecido por la normativa europea y la PAC.

Finalmente, quisiera terminar estas notas con una reflexión. Facilitar la presión de fondos
de inversión y la expansión de la agricultura industrial sobre los ecosistemas, poniendo
por delante (instrumentalizando) a los pequeños productores envueltos con la bandera
española para ocultar lo que en realidad no es otra cosa que una suerte de
neocolonialismo al servicio de las grandes corporaciones agroindustriales es una traición
a los intereses nacionales. La patria (en la cultura vernácula) no es el Estado; es todo
aquello que heredamos de nuestros mayores, que tenemos obligación de mantener y
enriquecer, para entregárselo a nuestros hijos. El Estado está ahí para proteger este
patrimonio, no para vendérselo por cuatro perras a fondos extranjeros de inversión o
corporaciones que les da igual producir aquí que en cualquier otro lado del mundo.

Pero la gente en el campo tiene que vivir, y cuando se le ha expropiado de todo recurso,
no tienen más remedio que agarrarse a lo que se les de. El relato ecologista, a menudo
elaborado desde organizaciones internacionales financiadas por los mismos de siempre,
resulta profundamente deshumanizante, porque el mensaje que está calando es que la
gente del campo sobráis, que los agroecosistemas que vuestros antepasados
contribuyeron a construir se deben ahora a intereses mayores; que por eso a partir de
ahora los gestionamos nosotros y os tenéis que ir de las tierras de vuestros padres por el
bien de no se qué planeta. Y a esto no hay derecho.

El despliegue de una transición agroecológica daría respuesta a este conflicto. Pero existe
una estrategia, creo que consciente, por silenciar esta vía. Quizás porque lo que interese
sea polarizar y enfrentar. Y a río revuelto… pues eso.

Isá ibn Qarma al Sharishí